Esos abrazos llenos de vida, esos besos con sabor a
infancia, a crecimiento. Guiños, miradas, sonrisas cómplices, secretos
compartidos, pequeños detalles, regalos repentinos, pagas a escondidas, golosinas,
sabiduría, amor puro e incondicional.
Pero sabemos que es ley de vida, mientras los abuelos tienen
el privilegio de vernos nacer y crecer,
nosotros lamentablemente somos testigos de verlos envejecer y decir adiós.
Ellos aunque no estén, siguen muy presentes en esas viejas
fotografías amarillentas guardadas en un cajón, en álbumes o cuadros. El abuelo
está en esos arbolitos que plantó con sus manos, la abuela está en ese gorrito
de lana que nos tejió cuando éramos niños y aún conservamos, están en el olor
de esos pasteles que habitan en nuestra memoria emocional, están en los
consejos que nos dieron, en las historias que nos contaron.
Con ellos aprendimos a caminar más despacio y a su ritmo, a
saborear un día en el campo, a disfrutar de la naturaleza, a cuidar las
plantas, a cocinar.
Estoy segura que ellos nunca se van, simplemente se vuelven
invisibles, y duermen para siempre en el rinconcito más calentito y lleno de
amor de nuestro corazón. Y sí, daríamos lo que fuera por volverlos a ver, por
volver a escuchar aunque sea un pedacito de esas tantas historias, por
volverlos a abrazar fuerte y no soltarlos nunca, por volver a ver esos ojitos
llenos de infinita ternura.
Y es ahí, en esas simples cosas, donde queda la auténtica
eternidad de las personas.
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